No era un mal día, de hecho
cualquier persona describiría ese día como uno de los mejores. El sol estaba en
su apogeo, el dulce viento refrescaba
las gotas de sudor que emanaban por la frente, lástima que no refrescara
también el sudor proveniente de mis ojos, como si fuera sudor de un gigante o
de algún ogro.
Ese día por fin devele el gran secreto de porque en las
películas siempre es un escenario con lluvia. No es sólo por la apariencia
melancólica que dicen que refleja, creo que es más bien porque es más cómodo
confundir la gota con la lágrima y no hay nadie que se te quede mirando como se
le mira a un loco.
Salí corriendo de aquel lugar con la esperanza de
encontrar la calle vacía, con la esperanza de poder ensimismarme en mi propio
pesar, auto-compadeciéndome de los
problemas que acuchillaban mis ideas,
pero como siempre pasa, las cosas nunca ocurren como uno lo desea en su momento
de mayor desesperación.
Al llegar al kiosco más cercano de donde estaba, las
miradas apuntaban directo hacia a mí, oyendo casi a gritos los pensamientos, de
aquellas personas que estaban con su pareja, con sus hijos, incluso hasta con
su perro. Todos aquellos prejuicios que hacemos cuando vemos a alguien con un estado de ánimo opuesto al nuestro:
--seguro solo quiere llamar la atención--, --maldita vieja necesitada--, --¿por
qué no se va a otro lugar a llorar?--, ¿Cuál es su prisa?-, y mil pensamientos
más dirigidos a mí.
Me detuve en seco, escuchando cada pensamiento, sin saber
a dónde ir. Me habían arrebatado mi lugar, mi lugar de secretos y melancolía,
mi lugar de soledad y nostalgia. Ahora estaba invadido de felicidad y alegría.
Ese lugar que en días nublados era sólo para mi, ahora estaba ocupado, invadido
por personas que no tenían cavidad ahí. Me sentí perdida y eché a correr lo más
rápido que mi pésima condición física me permitía, buscando un lugar alejado de
todo aquello que estuviera relacionado con la risa o incluso una sola sonrisa.
Cuando no pude más, implemente caminé como si mi vida dependiera de encontrar
ese lugar.
De pronto me detuve frente a ese lugar. Las campanas no
me llamaron, y mucho menos el compromiso hacia la cristiandad. Mentiría si les
dijera que fui ahí por una motivación divina.
La soledad, el silencio y la tranquilidad de aquella
pequeña iglesia me llamaban. Sinceramente, las veces que entraba a un lugar
como ese eran por dos motivos: o una boda, o una fuerza cultural mayor. Pero en
esta ocasión quedo claro que esos motivos estaban fuera de mi cabeza.
Por primera vez entré con la solemnidad con la que se
debe de entrar a una iglesia. Y también por primera vez, entré a una iglesia
casi vacía, donde sólo había dos personas. Caminé hacia el altar y me senté en uno de los
bancos, en completa soledad, en completo silencio. Me quedé viendo fijamente al
Jesucristo Crucificado que había justo delante de mí y dejé que mis
pensamientos corrieran libres, sin tratar de buscarles un sentido, una lógica,
un porqué y poco a poco aquel sudor de ogro se fue secando como si los rayos de
sol por fin hubieran sido suficientes y de un momento a otro me incliné, cerré
mis ojos en forma de rezo y comprendí el
verdadero motivo del por qué la gente hastía con cierta frecuencia a ese lugar.
Tal vez, al igual que yo, sólo buscaban un pequeño momento de esperanza, un
momento de paz.