sábado, 6 de octubre de 2012

Un momento de esperanza


No era un mal día, de hecho cualquier persona describiría ese día como uno de los mejores. El sol estaba en su apogeo, el dulce viento  refrescaba las gotas de sudor que emanaban por la frente, lástima que no refrescara también el sudor proveniente de mis ojos, como si fuera sudor de un gigante o de algún ogro.

            Ese día por fin devele el gran secreto de porque en las películas siempre es un escenario con lluvia. No es sólo por la apariencia melancólica que dicen que refleja, creo que es más bien porque es más cómodo confundir la gota con la lágrima y no hay nadie que se te quede mirando como se le mira a un loco.

            Salí corriendo de aquel lugar con la esperanza de encontrar la calle vacía, con la esperanza de poder ensimismarme en mi propio pesar, auto-compadeciéndome  de los problemas que  acuchillaban mis ideas, pero como siempre pasa, las cosas nunca ocurren como uno lo desea en su momento de mayor desesperación.

            Al llegar al kiosco más cercano de donde estaba, las miradas apuntaban directo hacia a mí, oyendo casi a gritos los pensamientos, de aquellas personas que estaban con su pareja, con sus hijos, incluso hasta con su perro. Todos aquellos prejuicios que hacemos cuando vemos a alguien con  un estado de ánimo opuesto al nuestro: --seguro solo quiere llamar la atención--, --maldita vieja necesitada--, --¿por qué no se va a otro lugar a llorar?--, ¿Cuál es su prisa?-, y mil pensamientos más dirigidos a mí.

            Me detuve en seco, escuchando cada pensamiento, sin saber a dónde ir. Me habían arrebatado mi lugar, mi lugar de secretos y melancolía, mi lugar de soledad y nostalgia. Ahora estaba invadido de felicidad y alegría. Ese lugar que en días nublados era sólo para mi, ahora estaba ocupado, invadido por personas que no tenían cavidad ahí. Me sentí perdida y eché a correr lo más rápido que mi pésima condición física me permitía, buscando un lugar alejado de todo aquello que estuviera relacionado con la risa o incluso una sola sonrisa. Cuando no pude más, implemente caminé como si mi vida dependiera de encontrar ese lugar.

            De pronto me detuve frente a ese lugar. Las campanas no me llamaron, y mucho menos el compromiso hacia la cristiandad. Mentiría si les dijera que fui ahí por una motivación divina.

            La soledad, el silencio y la tranquilidad de aquella pequeña iglesia me llamaban. Sinceramente, las veces que entraba a un lugar como ese eran por dos motivos: o una boda, o una fuerza cultural mayor. Pero en esta ocasión quedo claro que esos motivos estaban fuera de mi cabeza.

            Por primera vez entré con la solemnidad con la que se debe de entrar a una iglesia. Y también por primera vez, entré a una iglesia casi vacía, donde sólo había dos personas. Caminé  hacia el altar y me senté en uno de los bancos, en completa soledad, en completo silencio. Me quedé viendo fijamente al Jesucristo Crucificado que había justo delante de mí y dejé que mis pensamientos corrieran libres, sin tratar de buscarles un sentido, una lógica, un porqué y poco a poco aquel sudor de ogro se fue secando como si los rayos de sol por fin hubieran sido suficientes y de un momento a otro me incliné, cerré mis ojos en forma de rezo y  comprendí el verdadero motivo del por qué la gente hastía con cierta frecuencia a ese lugar. Tal vez, al igual que yo, sólo buscaban un pequeño momento de esperanza, un momento de paz.          

 

           

 

1 comentario:

  1. la verdad me agrada cómo tratas la tristeza en este cuento y el cómo en algo se puede encontrar lo anhelado, sigue así :D

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